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LA HISTORIA DEL CUCHUFLÍ

Estos días de retiro en la playa me han transportado a mi niñez. Ayer mi papá compró cuchuflís a 'Tomate', un señor que lleva más de 15 años vendiendo estas delicias en la playa de Reñaca. Estaba todo bien hasta que se desató una especie de nostalgia/ansiedad en mi, pues nadie que haya crecido en los 90s podría decir que no pataleó por un paquete de cuchuflís. Muy sencillo: no había mejor forma de compensar las horas en el mar que comiendo estas delicias de antaño, los primos lejanos de los aburridos barquillos que se remontan a los años 40 en Chile, cuando se vendían rellenos de manjar en partidos de fútbol, y que más tarde se transformarían en sinónimo de verano para todas las familias chilenas. 'Tomate' lo afirma: "El cuchuflí es por lejos lo que más vendo. ¿A quién no le gusta el cuchuflí?".


Yo soy una de esas personas. Soy fan de los cuchuflís. Mis veranos de niña los pasé entre Las Cruces y Reñaca junto a mis 156 primos (todos hombres). Lástima que aunque conformábamos una verdadera tropa rebelde, SP (mi mamá) tenía todo controlado y al poner un pie en la arena a eso de las 10 de la mañana (porque había que "aprovechar la playa"), lanzaba la primera amenaza: "Si quieren algo del kiosco es una cosa o la otra porque no hay para todos. Tienen que aprender a decidir. Centella, Trululú o algo de la señora del 'cuchuflí, barquillo, palmera, pan de huevo, merengue' (SP incluso lo decía cantao')". No habían privilegios por ser la única mujer, mucho menos se imaginen que me tratara como "princesita". Al contrario: mis papás siempre fueron avant garde y el feminismo es algo que no se discute en mi familia.




En fin. No era tarea fácil ganarse el paquete de cuchuflís. Muchas veces le discutí a mi mamá que no tenía la plata (porque básicamente tenía 7 años) y que si solo me compraba los cuchuflís de la señora me iba a cagar de sed. "Una o la otra", repetía ella. Tenía que acatar nomás, porque SP es de mecha corta. Así era como me transformaba en una verdadera ave de casería, pues podía pasar horas buscando a la señora de los cuchuflís. No exagero: me acuerdo de incluso haber gritado de emoción cuando pasaba. "Mamáááááá, viene la señora de los cuchuflís". La pobrecita nos debe haber odiado y desde pequeña, supe lo que eran los créditos, porque siempre me fiaba y al final de las vacaciones saldaba mi deuda. Más de alguna vez vendí con ella para conseguir un paquete gratis.




Siempre fiel a los cuchuflís, los cuidaba como hueso santo. No había peor infierno que cuando mi papá aparecía uno que otro día en la playa y osaba a sacar uno de la bolsa sin mi permiso. Eso era guerra. Me daba rabia, hasta me ponía a llorar. Mis cuchuflís eran todo lo que pensaba mientras mataba las horas en el mar y no había mejor sensación que tirarme en la toalla hecha una 'escalopa' de arena y comérmelos de a poco. Un manjars.

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